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23/07/2025Aún con la resaca emocional de un fin de semana intenso cubriendo el Cruïlla, me planté en los Jardines del Palacio de Pedralbes con esa extraña mezcla de cansancio y expectación que solo provoca una artista como Beth Gibbons. El escenario, rodeado de naturaleza y calma, ya prefiguraba que no viviríamos un concierto habitual.
Beth Gibbons apareció en escena con pantalones caqui anchos, de bolsillos, y una camiseta oscura. Su gesto combinaba timidez y determinación. Sencilla y serena, se colocó detrás del micrófono como si tomara una brújula para orientarnos a todos. Y lo hizo desde la primera nota: “Tell Me Who You Are Today” abrió el concierto como una declaración de intenciones —contenida, frágil y punzante— que marcaría el tono de toda la noche.
La acompañaba una banda extraordinaria, dirigida musicalmente por Sophie Hastings, que vistió cada pieza con una paleta instrumental rica y delicada: cuerdas, viento, percusiones suaves, marimba... todo sonaba con una precisión quirúrgica pero con una sensibilidad casi orgánica. Las canciones de su reciente álbum en solitario Lives Outgrown (Domino Records, 2024) se desplegaron como un viaje emocional, lento pero intenso, lleno de matices y grietas. Pieza a pieza, como “Burden of Life”, “Floating on a Moment” o “Rewind”, configuraban un espacio sonoro que parecía más habitado que interpretado.
El concierto transcurrió como un ritual. No había gestos grandilocuentes ni interacción convencional con el público. Pero tampoco hacía falta. La energía se transmitía desde el silencio y la atención reverente. En cada respiración de Gibbons, en cada detalle de los arreglos, se podía percibir una tensión emocional que solo los grandes conciertos saben generar. En “Mysteries” y “Oceans” se hizo evidente: la música no era solo melodía, sino una experiencia compartida desde la vulnerabilidad.
Los momentos más celebrados llegaron con “Tom the Model” y, ya en los bises, con dos iconos del repertorio de Portishead: “Roads” y “Glory Box”. Esta última sonó más desnuda que nunca, con una interpretación contenida pero llena de verdad. Gibbons no apela a la nostalgia, sino a la esencia emocional que permanece intacta en su timbre quebrado y profundo.
El cierre, con “Reaching Out”, fue la clausura perfecta para una noche que desafió el esquema habitual de los directos de verano. Más allá de un concierto, Beth Gibbons ofreció una experiencia de escucha colectiva, una ceremonia sonora donde el tiempo parecía detenerse y donde la fragilidad se convirtió en fuerza.
Ese lunes, en Pedralbes, la música no se escuchó solo con los oídos, sino con la piel y el alma. Y eso, hoy en día, es un pequeño milagro.