
Pueden cambiar los presidentes, pero Lali seguirá siendo la misma
06/10/2025Barcelona se llenó de bombines y nostalgia los pasados 2 y 4 de octubre para recibir, quizá por última vez, al gran Joaquín Sabina, quien está recorriendo el país dentro de su gira “Hola y Adiós”. El Palau Sant Jordi colgó el cartel de lleno absoluto en una doble cita donde pudimos ver en armonía a miles de almas de diferentes generaciones, todos convocados por la voz rota y la poética deslenguada del cantautor de Úbeda.
El inicio no estuvo exento de cierta incertidumbre: la coincidencia con la manifestación en defensa de la Flotilla Global Sumud y contra la guerra en Gaza en la ciudad condal provocó un pequeño colapso en los accesos y un retraso de algo más de quince minutos. Con las luces aún encendidas y mientras el público buscaba sus asientos, en las pantallas sonaba y se proyectaba “El último vals”, como una delicada forma de amenizar la espera previa al inicio de la velada.
Cuando por fin se apagaron las luces, Sabina apareció lentamente, con esa fragilidad tan suya, saludando con una reverencia a los presentes para sentarse en un taburete en el centro del escenario. Desde el primer acorde quedó claro que el suyo iba a ser un concierto íntimo, de confesión más que de espectáculo. El propio Sabina se encargó de situar la velada en contexto: recordó con cariño su relación con Cataluña, mencionó al “Noi de Poble Sec” un Joan Manel Serrat presente entre la multitud que llenaba el Sant Jordi y sus “Paraules d’Amor”, y a quien, por cierto, dedicó el tema “Calle Melancolía” y evocó a “L’home del carrer” Quico Pi de la Serra y a Ovidi Montllor con su “Homentatge a Teresa” con esa añoranza de haber podido disfrutar de canciones compartidas.
Su voz, quebrada y áspera como siempre, algo agotada me atrevo a mencionar, se volvió pura caricia en temas emblemáticos como “19 Días y 500 Noches” o “Más de Cien Mentiras”, con la que aprovechó para presentar uno a uno a los músicos que le acompañan y a quienes definió con orgullo como parte de su vida. La química con su banda fue, de hecho, uno de los motores de la noche.
Consciente de que esta gira es un punto y final, Sabina decidió abrir el baúl de los recuerdos y rescatar piezas antiguas, algunas de sus primeras composiciones, en un gesto de despedida sincera y agradecida. No tardó mucho en colgarse la guitarra para atacar esos himnos que ya son patrimonio popular como “¿Quién me ha robado el mes de abril?”, aunque también se permitió el lujo de cumplir viejas fantasías: probar cómo sonaban sus canciones en la voz de una mujer, la de Mara Barros, o en la garganta de un rockero de ley como es Borja Montenegro, cantante y guitarrista que le acompañan en esta gira.
El primer descanso del artista llegó antes de cumplirse la hora de concierto porque el cuerpo manda y necesita recuperar fuerzas. Una ausencia que se prolongó durante dos temas que interpretaron Mara y Borja junto al resto de la banda. Regresó con bombín negro y camisa a juego para dar paso a una segunda parte donde se vivieron momentos más conmovedores como cuando, sentado junto a su corista en una mesa sencilla, interpretó “Una Canción para la Magdalena” que provocó una ovación unánime poniendo a su público en pie.
La emoción siguió escalando con “Por el Boulevard de los Sueños Rotos”, acompañada de la anécdota sobre cómo se las ingenió para conocer a Chavela Vargas y a quien, por cierto, le cantó este tema una noche mirándola a los ojos. Mara Barros, su inseparable corista, también tuvo su momento de protagonismo interpretando una copla con fuerza y ternura, que conectó de lleno con la tradición musical española que Sabina siempre ha reivindicado.
El tramo final del concierto llegó encadenando clásicos: “Noches de Boda” desembocó en “Y nos Dieron las Diez”, con la que aparentemente cerraba la noche tras algo más de hora y media de música y poesía. Pero Barcelona no estaba dispuesta a dejarlo marchar tan pronto: tras un breve receso, Sabina y los suyos regresaron para ofrecer varios bises. Entre ellos, la versión que interpretó el guitarrista y el teclista Antonio García de Diego del mítico tema “La canción más hermosa del mundo”, mientras Sabina le observaba tras el escenario.
El verdadero adiós llegó con otra vuelta de bombín y la voz quebrada en “Tan joven y Tan Viejo” a voz y piano, una pieza íntima con la que volvió a emocionar a un Sant Jordi completamente entregado. Tras “Contigo”, la despedida se transformó en celebración: el concierto acabó por todo lo alto con un tema festivo como es “Princesa”, redondeando un bolo de algo más de dos horas que dejó la sensación de haber asistido a un cierre de ciclo histórico.
Sabina se marchó del escenario entre lágrimas de emoción y gratitud, como quien se despide de una vida entera, con la complicidad de miles de gargantas coreando sus versos. El cantautor no cantó para vender entradas, cantó para despedirse de Barcelona, para dejar un pedazo de su historia en la memoria de todos los que estuvimos allí. Y cuando se fue, con su bombín cambiando de color como si cambiara de piel, quedó flotando la certeza de que los poetas nunca se despiden del todo: siempre regresan cada vez que alguien susurra alguno de sus versos.